martes, 23 de enero de 2007

4. El Despertar

Habían pasado tres horas desde que aquél Adán musculoso la había atado, amordazado y había salido de la habitación, dejándola tumbada de lado en la cama con los brazos a la espalda y las muñecas unidas con cinta aislante. Las piernas habían sido atadas juntas con una cuerda a la parte superior de la pata de la cama. El rumor de la televisión del comedor fue toda la compañía con que había contado desde entonces.
Habiendo recobrado la calma después de un buen rato debatiéndose inútilmente y de otro llorando de impotencia, Carmen, respirando profundamente, se sumergió en su yo interior durante unos minutos para emerger luego en su forma más calculadora y fría, y comenzó a repasar mentalmente la situación en la que se encontraba. Tenía claro que no conocía a su secuestrador ni le sonaba de ninguna discoteca de moda de las que frecuentaba. "Un hombre así no se olvida", pensó antes de jugar frívolamente durante unos segundos con su imaginación sobre un encuentro más "amigable". Apartó esas ideas, que en aquél momento no aportaban nada, y volvió a centrarse en las posibilidades que la habían llevado a encontrarse en aquella situación. ¿Un secuestro? Lo descartó al instante. Sus padres no tenían dinero, y ningún otro familiar poseía un capital suficiente por el que valiera la pena el esfuerzo. Entonces... ¡Sergio!, pensó de repente. Sergio y la noche anterior. ¡Algo había sucedido, claro! Por eso la había llamado advirtiéndola del peligro... ¿Pero porqué no recordaba nada? ¿La habían drogado? Por más que se esforzara, ninguna referencia al tiempo perdido parecía querer iluminar las tinieblas de su subconsciente. Hechó un vistazo a su alrededor. La habitación, con excepción de la cama donde se encontraba, permanecía tal como la había dejado el día anterior. Descartó el robo como móvil y volvió a Sergio. La clave tenía que estar en él y en la noche que no podía recordar.
El rumor de la televisión procedente del pasillo descendió hasta desaparecer y fue sustituido por un zumbido. Parecía un móbil. El zumbido se esfumó y la voz de su secuestrador le llegó apagada, susurrando. Carmen se concentró en escuchar la corta conversación que siguió, pero no logró entender nada.
Unos segundos después, unos pasos precedidos por una sombra avanzaron por el pasillo hacia ella, y pronto pudo contemplar de nuevo al hombre, que se apoyó con un brazo en el marco de la puerta de la habitación y la miró con cara de circunstancias, como si él no tuviera nada que ver con todo aquello. Iba vestido con una camisa azul claro de manga corta, unos tejanos muy ajustados y sugerentes, y unas botas de piel oscura que parecían de motorista. El cabello castaño y liso, que le llegaba hasta los hombros, se balanceaba levemente con cada movimiento, y los ojos claros la taladraban desde su rostro curtido y oscuro. "Moreno natural, nada de uva" se dijo Carmen para sí, maravillada y a la vez muriéndose de envidia.
El hombre sonrió, y un hoyuelo adorable apareció en su mejilla derecha, destacando entre la barba de tres días que le oscurecía la mitad del rostro. Ella le sonrió a su vez, sin pensar en la mordaza que le cubría los labios. Sin embargo, casi inmediatamente, se dió cuenta de que aquella era una sonrisa piadosa, como de disculpa. La sonrisa de Carmen se congeló al ver como él sacaba la enorme pistola de la espalda caminando lentamente hacia ella.
-Lo siento preciosa pero sigo órdenes. No es nada personal -dijo él en voz baja, y en sus ojos leyó que de veras lo sentía. Llegó a la cama y se sentó en el borde, junto a ella. Miró la pistola y luego volvió a mirar a Carmen. Las lágrimas se derramaban por su rostro y caían sobre las sábanas de seda que se había traído de Nueva York el verano pasado. Le habían costado 485 dólares, y ahora las estaba estropeando a base de lágrimas saladas mezcladas con rimel color perla negra.
Intentó suplicar a través de la mordaza, pero nada coherente llegó a la superficie. El secuestrador convertido en verdugo apuntó el arma a la cabeza de Carmen, sus miradas se cruzaron, y la habitación se iluminó con una llamarada y el infierno prendió con una explosión en aquel apartamento de diseño de 75 metros cuadrados.

***

Alma maldijo a todos los Dioses de la Muerte de su país, a Mictlantecuhtli y a Mictlancíhuatl, y a Tlaltecuthli, el Dios de la Tierra, por hacer que perdiera a sus compañeros. Al mismo tiempo pensó en lo extraño de recordar aquellos nombres tantos años después de haberlos estudiado en la escuela pública de Mazatlán de Nuestra Señora del Rosario. Quizás aquella loca carrera a través de la selva colombiana le recordaba a las lecturas sobre aquellos hombres condenados avanzando en contra de su voluntad hacia el Mictlán, el noveno y más profundo de los inframundos.
La noche había caído finalmente, y hacía ya un buen rato que había perdido de vista a Roberto. Se detenía de vez en cuando, intentando escuchar sus pasos o algún grito de aviso, o cualquier maldita cosa que la llevara hasta ellos, pero sin suerte. Estaba aterrada y ni siquiera empuñar su revólver la tranquilizaba ya. Algo terrible sucedía en aquél lugar, y no quería descubrir qué era. Solo quería encontrar la carretera y volver a la civilización.
Se detuvo de nuevo, respirando con dificultad, y se agachó entre unos arbustos. Dos minutos después, su respiración había vuelto a un ritmo más regular y el ensordecedor latido del corazón dejó de machacarle las sienes. La envolvió el zumbido de los insectos y el habla de los pájaros y animales que habitaban la espesura.
Algo más calmada, decidió pasar la noche allí. El lugar era tan bueno o tan malo como cualquier otro en aquella jungla, pero seguir buscando a sus compañeros en la oscuridad era una locura imposible. Era como buscar una aguja en un pajar cubierto de brea. Sacó el saco de dormir de la mochila y se roció entera con repelente de insectos antes de meterse dentro. Antes de colocar la mochila debajo de su cabeza, a modo de cojín, sacó un par de barras energéticas de chocolate con frutos secos y maíz y los devoró con avidez.
Se acomodó lo mejor que pudo y se durmió a los pocos minutos. La carrera la había dejado extenuada.
El día siguiente llegó demasiado pronto. El sonido de un disparo tronó no muy lejos de donde había pasado la noche y la despertó con un sobresalto. Otro disparo la sacó por completo del mundo de los sueños. La luz del alba, tenue y temblorosa, casi tímida bajo las hojas y ramas de los grandes árboles, iluminaba la vegetación a su alrededor y destellaba al colisionar con el rocío que la cubría. Alma se levantó unos segundos después, ya totalmente despejaba y consciente de lo que había oído. Hizo la mochila en un santiamén y corrió hacia donde le parecía que habían sonado los disparos. Su mente calculaba que el lugar estaría a unos 600 o 700 metros.
Cuando hubo recorrido aproximadamente dos terceras partes de la distancia aminoró el paso y pronto siguió avanzando sigilosamente. No estaba segura de que se tratara de Roberto y Nícolas. Y Pedro no podía haber sido porque lo habían encontrado muerto 400 metros después de que comenzara a correr llevado por el pánico la tarde anterior. Recordar aquello y lo acontecido después la angustiaba. Desenfundó el revólver y siguió adelante, con más cautela si cabe.

La tarde anterior, cuando Alma llegó donde sus compañeros se habían detenido, Nícolas estaba inspeccionando el cuerpo destrozado de Pedro, y Roberto vomitaba a unos metros. Afortunadamente para ella no le dió tiempo de fijarse demasiado en el cadáver sanguinolento antes de que Nícolas, con el rostro congestionado y rojo de furia, se levantara y como un muelle saltara hacia el otro lado del claro, gritando algo sobre una sombra asesina. Roberto se había limpiado con la manga de la camisa y se apresuró a seguir a su amigo. Alma, que al verlos en el claro había creído que se había terminado la carrera, reanudó la marcha dejando atrás lo que quedaba del cuerpo de su guía sin dedicarle ni una mirada. Después de aquello la habían dejado atrás y no los había vuelto a ver.

Hasta ese momento. Primero reconoció a Nícolas. Se hallaba tumbado de espaldas entre la hierba. El suelo a su alrededor estaba teñido de rojo oscuro y su cuerpo presentaba profundos cortes en paralelo en la espalda. No respiraba. Pasó junto al cuerpo sin detenerse y apartando unas cañas llegó junto a Roberto.
Estaba también en el suelo, apoyado en una piedra, y temblaba de forma descontrolada. Las lágrimas le corrían por las mejillas y murmuraba algo que Alma no consiguió entender. Profundos surcos le cruzaban el torso, de los que brotaba la sangre y otros líquidos y colgaban las vísceras. En la mano derecha aún sujetaba el rifle con el que la había despertado. Entonces sus ojos se clavaron en ella, y dejó de murmurar. Una súplica se reflejó en ellos. Alma captó lo que le pedía al instante, y sin poder contener las lágrimas avanzó hacia él y se sentó a su lado. Le cogió la cabeza con suavidad y le acarició durante unos segundos. Le miró a los ojos, aquellos ojos azules, profundos como un abismo oceánico, y él le devolvió la mirada y trató de sonreir. Entonces un sonido, como un siseo, sonó a sus espaldas, y los ojos de Roberto se abrieron, casi a punto de salirse de sus órbitas, mirando algo por encima del hombre de Alma.
Ella se volvió a tiempo de ver como una enorme sombra se avalanzaba sobre ellos.

***

Un puño impactó contra el rostro de Erika al mismo tiempo que un pie enfundado en una bota chocaba contra un costado, rompiéndole un par de costillas con un crujido sordo. Las dos sombras siguieron machacándola hasta que perdió el conocimiento.
Cuando despertó, el sol se alzaba sobre la meseta a punto de alcanzar su cénit. Notó el calor de sus rayos sobre su piel desnuda antes de abrir el ojo izquierdo. El ojo derecho lo notó pegajoso, palpitante y le dolía como mil demonios. No lo pudo abrir. Pero el ojo no era lo único que le dolía. Le habían dado una buena paliza esos cabrones, y lo que le extrañaba era seguir aún con vida.
Alzando la cabeza entendió porque la habían dejado con vida. Estaba atada a unas estacas sobre la meseta, totalmente desnuda y tendida sobre la piedra. La habían dejado para que se asara al sol y luego sirviera de pasto a las alimañas.
Observó a su alrededor todo lo que dió de sí el cuello, buscando algo -no sabía el qué- que la ayudara a salir de allí. No hubo suerte. Entonces volvió a levantar la cabeza y se miró. Tenía el cuerpo cubierto de moratones y cortes ensangrentados. Se habían ensañado bien.
El sol llevaba unas horas recorriendo el cielo, abrasándole la piel a fuego lento. Le dolía la cabeza y se sentía febril. A pesar de ello, rió para sí amargamente al recordar el entierro de su padre. No era justo. Era una broma del Destino, sin duda. Ahora que al fin era realmente libre, ahora que la sombra que siempre había planeado sobre ella gobernando su vida había partido hacia pastos más verdes...

lunes, 15 de enero de 2007

3. Erik/Erika

Ella era él. Y fue la tercera y la última.

La brutal metamorfosis se apoderó de ellos como en una pesadilla lovecraftiana y los fundió juntos en el barro primordial. Después de aquello todo había de cambiar.

Cuando vió el nombre en la pantalla del móbil no podía creerlo.
-Hola, Erik -dijo una voz viril al otro lado de la línea, con un ligero deje de inseguridad.
-Hola, Paul -saludó Erika, sorprendida -. ¿Qué quieres? -Paul era su hermano. El mismo hermano que no le hablaba desde hacía cuatro años. No dijo nada, aunque el sonido de su respiración evidenciaba que seguía allí. Era indudable que no la llamaba por placer. Algo había sucedido -¿Estás bien? ¿Pasa algo? -preguntó. Paul tenía seis años menos que ella, y la había considerado como a un ídolo hasta que se enteró de lo suyo. Cuando comprendió que ya no tenía un hermano mayor lo borró de su vida, y lo mismo hicieron sus padres. Desde entonces habían pasado cuatro largos años, en los que solo había tenido contacto telefónico con su madre tres veces.
-Papá se muere -dijo Paul, casi en un susurro -. Él... quiere verte. Mamá también... No te ha llamado ella porque está demasiado afectada.
Aquello era demasiado. Erika guardó unos segundos de silencio, intentando poner órden en aquel torrente de ideas que se agolpaban en su cerebro.
-¿En qué hospital está? -preguntó finalmente.
-Está en casa. Date prisa -respondió Paul, y colgó.
Una brisa fresca se coló desde el balcón trayendo consigo recuerdos de otra vida, de otra persona que había sido tiempo atrás. Los desechó y se levantó de la cama, pálida como un rayo de luna y temblorosa como el titilar de las estrellas, que bailaban en la noche al otro lado de las delgadas cortinas.
Cruzó hasta el baño y se detuvo para abrir el grifo del agua caliente. Colocó el tapón y dejó que la bañera se llenara mientras rebuscaba en el armario. Sacando un traje pasado de moda de lo más recóndito de aquellas entrañas que olían a caoba, se juró a sí misma que sería la última vez que se vestiría como un hombre.

Trece horas después de abandonar la casa de sus padres, sin haber pegado ojo y con solo una parada en el camino para llenar el depósito del coche, Erika entró en el pequeño pueblo de North Canyon por la calle principal. Era medio día y un sol enorme ahuyentaba las sombras con sus rayos ardientes. A pesar de estar en pleno invierno, hacía un calor de mil demonios.
Hizo avanzar el automóbil lentamente por la calle de tierra levantando pequeñas nubes de polvo y finalmente lo detuvo junto a un bar. Necesitaba una cerveza. O dos.
Al entrar, un par de tipos volvieron la cabeza y la miraron descaradamente. Había quemado el traje en algún punto del desierto entre Havre y Great Falls, y ahora volvía a vestir la falda tejana con leotardos negros debajo, una camisa de manga corta de colores chillones, de estilo mexicano, y las botas camperas que le había regalado César hacía dos años por su aniversario. No pasaba desapercibida en un pueblo como aquél. De hecho, ahora que pensaba en ello, no sabía porqué se había desviado de la autopista y había conducido hasta allí.
Pidió una Bud a la camarera y se sentó en una mesa alejada de la barra y de los dos mirones, junto a una ventana que daba a la parte trasera, con vistas al interminable desierto. Ese mismo desierto que se había bebido las lágrimas que había contenido durante el entierro de su padre. Aquellos tres últimos días pasados en la casa que la había visto crecer trajeron de vuelta los recuerdos de dolor, de miedo, de impotencia y frustración, de vacío y rechazo. Fueron las 72 horas más largas de su vida, pero finalmente, con su padre bajo tierra y el viento del oeste acariciándole el rostro, se permitió ser optimista por primera vez en mucho tiempo.
A través de la ventana del bar podía ver una meseta elevada, quizás a una milla de distancia, que se levantaba solitaria en mitad de aquel desierto de arena blanca y arbustos negros. Levantó la botella de cerveza a modo de saludo y se la terminó de un largo trago. Pidió otra en cuanto pasó la camarera y decidió que en cuanto la terminara iría hasta la meseta. Parecía el lugar ideal donde una podía plantearse el futuro y olvidar el pasado.

Caminó durante aproximadamente media hora en línea recta, observando de vez en cuando como el sol descendía por el este y el cielo se iba tornando rojo. Las botas y la parte de los leotardos que no cubría la falda estaban ya cubiertos de la arenilla blanca que el viento levantaba del suelo hasta la altura de las rodillas, y un pañuelo sobre la cabeza, empapado en sudor, la protegía de los ardientes rayos de aquél inmisericorde astro que se alzaba impasible en el cielo despejado. Su propia sombra, cada vez más larga, la seguía manteniendo el ritmo de la marcha, y la meseta iba acercándose y creciendo poco a poco. Parecía el gigantesco cadáver de un dinosaurio pudriéndose al sol.
Un ruido a su espalda la hizo volver la cabeza: el chasquido de una rama seca al partirse. Por el rabillo del ojo avistó a dos hombres que caminaban casi hombro con hombro, en silencio. Se volvió hacia ellos y reconoció a los mirones del bar. Uno de ellos había pisado la raíz que les había delatado, que ahora sobresalía del suelo un par de metros por detrás. Ellos la miraron, y lo que vió en sus rostros no le gustó lo más mínimo. Los ojos de aquellos tipos, que ahora se encontraban tan solo a unos veinticinco metros de donde se encontraba, mostraban una mezcla de odio, curiosidad y lujuria, que les confería un aspecto aterrador. Le sonrieron y apretaron el paso. Ya no les era necesario avanzar sigilosamente ahora que habían sido descubiertos. Erika miró a su alrededor rápida y fugazmente. El único lugar relativamente cercano que podía ofrecerle alguna protección era la meseta. Quizás allí pudiera ocultarse hasta que aquellos indivíduos decidieran volver a sus casas con sus mujeres. Les dió la espalda y empezó a correr. Confiaba en que su juventud le daría ventaja en aquella carrera, pues al observarlos le había parecido que aquellos hombres estarían ya bien entrados en la cuarentena. Se subió la falda hasta la cintura y aceleró al ver que corrían más de lo que esperado. "¡Malditos paletos de pueblo!", pensó. El descomunal cadáver del dinosaurio y la sombra que éste proyectaba sobre las ondulantes arenas del desierto la aguardaban y guiaban en su loca carrera, como la luz del faro en un mar embravecido por la más cruel de las tormentas. Detrás, los tipos gritaban mientras corrían, pero sus voces llegaban a sus oídos de forma ininteligible, distorsionadas por las ráfagas de viento que se levantaban cada vez con más fuerza. Volvió levemente la cabeza y se percató con alívio de que les estaba sacando cada vez más distancia. Con suerte llegaría a la meseta y dispondría de uno o dos minutos para buscarse un escondrijo, o en su defecto una rama bien fuerte para defenderse en caso de que intentaran algo más que asustarla.
Estaba ya bajo la anhelada sombra de la meseta, buscando con la vista entre los pliegues de las rocas un sendero que le sirviera para trepar hasta la cima, cuando tropezó con una piedra y cayó al suelo, dando manotazos al aire. Dió una torpe voltereta e hizo el intento de volver a levantarse para seguir corriendo, pero la falda, que había bajado de nuevo hasta la rodilla, la entorpeció y acabó tumbada en el suelo, escupiendo arena y maldiciendo. Miró por encima del hombro y vió las siluetas de sus dos perseguidores bastante lejos. Aún tenía tiempo.
Se levantó y un pinchazo de dolor le recorrió el hombro derecho. Debía haberse golpeado al caer, pero no era el mejor momento para un exámen médico: dos tipos con cara de malas pulgas, cubiertos de sudor y gritando lo que parecían obscenidades, corrían hacia ella. Se desabrochó el cinturón mientras recorría la distancia que la separaba de la base de la meseta y al llegar se quitó la falda, dejándola caer sobre la arena. La falda solo habría dificultado la ascensión, ya de por sí nada fácil. Se decidió rápidamente por una grieta que parecía surcar en diagonal la roca rojiza, desde el suelo hasta la cima, y en la que se veían aristas y bordes que podrían servirle para agarrarse. Comenzó a subir sin convencimiento e intentando no mirar atrás, pero los cada vez más cercanos gritos de aquellos dos indivíduos la espolearon y forzó la marcha. Entonces fué cuando el hombro herido reclamó su atención. Un dolor brutal le recorrió el brazo y el cuello, y casi la hizo soltarse. Era como si le estuvieran perforando el hueso con un taladro. Gritó, se cagó en su torpeza, y siguió avanzando entre alaridos de esfuerzo y dolor. Ya no escuchaba otra cosa que sus propios gritos, su respiración, y el raspar de las botas contra la piedra rugosa. Se concentró en seguir subiendo sin mirar abajo e ignorando las olas de dolor que amenazaban con dejarla inconsciente cada vez que se impulsaba con el brazo herido. No sabía a qué distancia estaba del suelo, ni de cuanto la separaba aún de la cima. Tampoco era consciente del tiempo transcurrido pegada a esa pared arrastrándose dolorosamente, ni de si sus perseguidores la estaban siguiendo aún. Solo importaba una cosa: llegar arriba. El resto daba igual. Una vez arriba estaría salvada.

Paul no le había dirigido la palabra en los tres días que pasó en la casa donde habían crecido juntos, y su madre a duras penas. Solo la prima Greta y su marido Bob habían intercambiado con Erika algo más que palabras de pésame durante el entierro. El resto de la família había simplemente cumplido con las obligaciones del acto y luego la habían mirado intentando disimular su cara de asco, murmurando entre ellos y llegando algunos incluso a limpiarse con un pañuelo la mano que le habían tendido. Aquella mañana de febrero se convenció completamente de que aquella ya no era su família. Cuando terminara el funeral se iría para no volver.
Y así lo hizo. Se despidió solo de su madre, una mujer que había tenido la desgracia de querer demasiado a un mal hombre, y sin hechar una sola mirada atrás se subió al coche y lo arrancó para dirigirse al norte, al desierto.

Al fin llegó arriba. Estaba extenuada y ya no se notaba el hombro herido. Arrastró todo el cuerpo sobre la superfície de roca lisa y se quedó tumbada mirando al cielo. El sol ya se había puesto detrás de las lejanas montañas y una agradable brisa la acunó bajo la luz de las primeras estrellas. Cerró los ojos y aspiró profundamente. Aquél lugar olía condenadamente bien. A aire puro y libertad. Permaneció en aquella posición, disfrutando de la paz del lugar y del momento durante unos minutos reconfortantes, consciente solo de ella misma. A pesar -o como consecuencia - del dolor que empezaba a hacerse notar a través de sus músculos y huesos, de los cortes que se había hecho en brazos y piernas y de los dedos entumecidos, se sentía en ese momento más viva que nunca.
Un rato después abrió los ojos. Dos sombras se alzaban sobre ella recortándose en el cielo estrellado.
-Te pillamos, engendro -dijo una de ellas arrastrando la voz.

viernes, 12 de enero de 2007

2. Alma

Ella fue la segunda.

Aquella misión en la jungla colombiana la destruyó y la hizo renacer. Nunca más volvería a ser la misma.

Diego Leon Montoya Sánchez. Diego Montoya. Diego Sánchez-Montoya. "Don Diego". "El Señor de la Guerra". "El Ciclista". Todos nombres y apodos del mismo hombre. El hombre por el que ahora avanzaban calados hasta los huesos por la húmeda ciénaga que cubría la ribera oeste del río Magdalena. El hombre por el que el Departamento de Estado de los Estados Unidos de América ofrecía 5 millones de dólares.
Hacía tres días que habían dejado atrás la ciudad de Barranquilla así como varias aldeas donde no se habían detenido, y dos que el auto los dejó donde comenzaba un sendero apenas visible que se internaba en la espesura hacia el nordeste. El conductor se despidió de ellos dando la vuelta al coche y observaron en silencio como se alejaba por la carretera que llevaba a Sincelejo.
El sendero que se perfiló vagamente ante ellos se conocía desde principios del siglo veinte como la Ruta de los Tronqueros.
Llevaban varias horas de marcha siguiendo a Pedro, que avanzaba en cabeza, y detrás iban Roberto y Nícolas. Alma iba algo rezagada. Le costaba mantener el paso en aquel ambiente tan húmedo y caluroso. Le faltaba el aire.
Era su primera misión más allá de la frontera mexicana, pero sus compañeros ya tenían experiencia.
Pedro Millano era colombiano y se conocía esa parte de la jungla como la palma de su mano, o eso les había asegurado el agente Graves, que les había puesto en contacto con él. Era el mejor guía que podían encontrar en la província para esa misión. Además, ya había trabajado para la DEA en otras ocasiones.
Roberto Azpeitia y Nícolas Sánchez eran compañeros desde hacía cuatro años, y habían pasado prácticamente enteros los dos últimos en la frontera sur entre Bolivia y Brasil.
-Más vale que te acostumbres -le dijo Nícolas, deteniéndose junto a un gran tronco caído y dirigiéndole una sonrisa sincera -. Si te han mandado aquí quiere decir que los de arriba tienen planes para ti en sudamérica, y más concretamente en junglas como la que estamos cruzando. Siempre que salgas de ésta, claro.
Alma se detuvo a su lado, agradecida por esa pequeña parada por corta que fuera. Miró a Nícolas, le devolvió una sonrisa algo desencajada, y cogiendo aire retomó la marcha.

Alma de la Rosa Vílchis, nacida en Mazatlán, México, era una agente de la DEA desde hacía dos años, pero hasta hacía cuatro meses su función en la Agencia Antidrogas había sido más bien administrativa. Hasta que algo sucedió en Colombia y desapareció sin dejar rastro todo un equipo de agentes encubiertos que trabajaban en la província de Magdalena.
Los últimos informes que llegaron a la central de Mérida, donde Alma estaba asignada, decían que habían logrado situar el escondrijo de "Don Diego" junto al río Magdalena, tres días al sur de Barranquilla, cerca de una aldea casi despoblada llamada Cugotal o algo parecido. Después de ese último comunicado no hubo notícia alguna del equipo. O "Don Diego" o la jungla se lo había tragado.
Se esperó el tiempo estándar, dos semanas, antes de crear un nuevo equipo y dar por perdido definitivamente al anterior, junto con la mayor parte del trabajo que éste había desarrollado a lo largo de una operación en que se habían invertido siete meses y casi un millón de dólares americanos. Por fortuna tenían un destino, un punto marcado en un mapa, aunque nada aseguraba que su objetivo siguiera allí. Debían moverse deprisa.
El nuevo equipo debía estar formado por agentes que no hubieran operado antes en Colombia ni hubieran tenido contacto con la gente de "El Señor de la Guerra", cosa que limitaba bastante la elección de sus integrantes. Diego Leon Montoya Sánchez, como presunto líder del cártel colombiano Valle del Norte, tenía esbirros por toda Colombia, parte de Venezuela, el norte de México y en gran parte del sur de los USA, a lo largo de la frontera. El cártel Valle del Norte era considerado como una de las organizaciones narcotraficantes más violentas y poderosas de Colombia, y aparte de los muchos grupos armados bajo su mando, también contaba con la ayuda de los grupos paramilitares de la derecha e incluso, en ocasiones, de los rebeldes izquierdistas.
Alma era una opción obvia como componente del equipo. Experta en lucha cuerpo a cuerpo y una de las mejores tiradoras de la central de Mérida. Y lo más importante, no tenía experiencia práctica en operaciones de campo, así que era imposible que la relacionaran con la agencia.
La composición del resto del equipo trajo más de un quebradero de cabeza a los de Operaciones, pero la fortuna acudió a ellos en forma de dos agentes recién vueltos de Bolivia, donde habían completado con éxito una misión que les había mantenido dos años alejados de todo. Eran la elección idónea, y se podría decir que el destino les había devuelto a la agencia en el momento oportuno. A Roberto y Nícolas, los agentes en cuestión, no les agradó la idea de tener que volver a la selva cuando acababan de salir de ella, pero les ofrecieron un trato que no pudieron rechazar.
Diego Leon Montoya Sánchez se había convertido en un grano en el culo para el Departamento de Estado de los Estados Unidos, y estaban dispuestos a pagarles, a cada uno, un millón de dólares americanos por su captura. Además de asegurarles una prejubilación en algún lugar tranquilo de los USA con nuevas identidades cuando regresaran.
Desgraciadamente jamás llegarían a disfrutar de la recompensa.

La primera noche en la jungla Alma apenas pudo conciliar el sueño. Demasiados sonidos extraños rodeaban el claro donde se habían detenido para pasar la noche. Sus compañeros, en cambio, dormían como troncos. Les envidió al alba, cuando la despertaron para proseguir la marcha.
Roberto se le acercó mientras Nícolas y Pedro bebían café enlatado un poco más allá. No podían hacer fuego para evitar ser descubiertos, por lo que la DEA les había suministrado una gran cantidad de latas de acción reactiva, las cuales al ser abiertas y entrar en contacto un compuesto químico de su interior con el oxígeno creaban una reacción que calentaba su contenido al instante. Casi toda la comida que llevaban estaba en latas, al igual que el café que le ofreció Roberto.
-Parece que no hayas dormido nada -dijo él, y se llevó su lata de café a los labios.
-No estoy acostumbrada a todos esos ruidos -respondió ella, seca -. Me acostumbraré.
Roberto sonrió, volvió la cabeza hacia los demás y los observó unos segundos como si calculara la distancia que les separaba de ellos y la volvió a mirar.
-¿Quieres que te cuente un secreto? -comenzó, bajando el tono de voz -. Yo nunca me he acostumbrado.
Ella le miró, alzando una ceja.
-¿Entonces como...?
-Tapones -dijo él, mirando a los demás miembros del grupo por el rabillo del ojo y con una sonrisa pícara cruzándole el rostro.
Alma frunció el ceño.
-Nícolas tiene muy buen oído -se adelantó él. Parecía que le leyera la mente -. Ningún sonido sospechoso le pasa desapercibido. Vigila por los dos -añadió, guiñándole un ojo.
-Por ahora, prefiero intentar acostumbrarme. Si no lo consigo ya me agenciaré unos tapones como los tuyos -dijo ella, disimulando una sonrisa.
Nícolas y Pedro, a unos diez metros de ellos, guardaron las latas vacías y empezaron a cargar con el equipo.
-Una cosa -susurró Roberto al tiempo que se cargaba su mochila a la espalda -guárdame el secreto, ¿okey?
-Okey, pinche guasón. Tu secreto está seguro conmigo -respondió Alma asegurando los bultos que componían su equipo.
Pedro y Nícolas la miraron sorprendidos al verla pasar a su lado, adelantándose a ellos.
-¡En marcha, hijos de una chingada, "Don Diego" no les esperará eternamente! -gritó. El café enlatado podía saber a rayos, pero le había dado fuerzas para seguir adelante un día más.

El olor a muerte les advirtió de que habían llegado a Cugotal. Pedro se cubrió la mitad inferior del rostro con un pañuelo y siguió avanzando sigilosamente. Nícolas y Roberto le imitaron, y desenfundaron sus revólveres. Alma desenfundó también, consciente de que los lagrimones que inundaban sus ojos, causados por el ominoso olor acre que flotaba en la jungla, le impedirían usar el arma eficazmente. Pero sentir el pesado trozo de acero entre las manos le daba seguridad.
La aldea, si es que se podía denominar así a aquel grupo de casuchas hechas con ramas, hojas y barro, olía como el peor de los vertederos, y su aspecto era mucho peor. Alguien, posiblemente la guerrilla o un grupo de mercenarios contratados por algunos de los cárteles colombianos, había aniquilado a todos sus habitantes. Cuerpos de mujeres, niños, hombres y ancianos yacían descomponiéndose o siendo devorados por las alimañas allí donde habían caído.
Tras un rápido exámen de los cuerpos más cercanos, se percataron de que las heridas letales que presentaban no habían sido hechas con armas. Parecían mordiscos, y en la mayoría de los cuerpos trozos de carne habían sido arrancados. Roberto observó más detenidamente una de las marcas durante un minuto y se volvió hacia ellos. El color de su rostro había perdido el color y ahora estaba extremadamente pálido.
-Son mordiscos... -empezó a decir con voz débil, mirando de nuevo las marcas que cubrían buena parte del cuerpo del aldeano -Son mordicos humanos.
Alma no aguantó más y vomitó a un lado, sujetando el revólver contra las costillas.
Pedro se santiguó y retrocedió unos pasos, observando incrédulo el dantesco espectáculo que se presentaba ante ellos.
-No sabía que hubiera indígenas caníbales en éste país -dijo Nícolas, avanzando tranquilamente entre los cadáveres. Parecía que nada podía perturbar a aquel hombre.
-No los hay -dijo Pedro, sudando copiosamente -. Hay que irse, amigos. Hay que volver a la ciudad.
Roberto y Alma se incorporaron y apartaron la vista de los cuerpos, visiblemente afectados. Nícolas se detuvo junto a una casucha y observó a sus tres compañeros, que permanecían en la imperceptible linea que separaba la aldea de la jungla.
-¡Hay que irse! -gritó Pedro, y empezó a retroceder hacia la espesura.
-Aguarda -empezó a decir Roberto, en un susurro. Se aclaró la garganta y añadió: -No podemos irnos ahora. Tene...
-¡¿Qué no?! ¡Yo me voy! -le interrumpió el guía, y dándose la vuelta salió disparado hacia el oeste, huyendo de aquel lugar de muerte.
Alma y Roberto se miraron, perplejos.
Nícolas cruzó entre ellos a la carrera y desapareció detrás de Pedro, que se alejaba gritando algo que no comprendían.
-Sin él no saldremos de aquí -susurró Roberto, señalando lo obvio, y se lanzó detrás de los otros dos hombres. Alma los siguió, maldiciendo.

jueves, 11 de enero de 2007

1. Carmen

Ella fue la primera.

El infierno se le vino encima aquella noche de febrero, y nada la había preparado para ello.

Llovía a cántaros y se había dejado el paraguas en el autobús. Los escasos cien metros que la separaban de la parada hasta el portal de su bloque bastaron para dejarla empapada. Odiaba la lluvia con toda su alma y ahora se sentía incómoda. El frío comenzó a pegársele a los huesos mientras buscaba las llaves en su bolso. También odiaba su bolso, nunca encontraba lo que necesitaba. Ahogó un grito cuando finalmente las encontró y temblando metió la llave en la cerradura haciéndola girar. Giró solo hasta la mitad de su recorrido pero la puerta no se abrió.
Un gritito de rabia surgió de su garganta y dió una patada sin convencimiento a la puerta, temiendo resbalar en el suelo húmedo y romper un tacón de sus gucci nuevas, o peor aún, caer y romperse algún hueso.
Al parecer alguien había llamado para que cambiaran finalmente la cerradura de la puerta, que funcionaba cuando le daba la gana. La mayoría de las veces quedaba abierta, dejando el edificio expuesto a las excursiones de los sin techo u otras gentes igualmente deleznables.
Con un largo dedo le dió suavemente a uno de los botones del interfono, cuidando de no estropearse su preciosa uña, e instantes después una puerta se abrió al fondo del pasillo y la cabeza de Alejandro, el anciano portero, asomó al exterior mirando en su dirección. Un vibrante sonido le indicó que la puerta estaba abierta.
El viejo salió a su encuentro y alargando una arrugada mano cubierta de manchas le tendió un par de llaves idénticas.
-Aquí tiene dos copias, señorita Freyle -dijo el hombre, que a pesar de su avanzada edad aun se mantenía en buena forma -. Le dejé una nota anteayer en su buzón informándola de la reparación y ayer antes de acostarme pasé por su apartamento para hacerle entrega de las llaves, pero al parecer no estaba usted.
-No se preocupe, y muchas gracias, ahora ya las tengo -dijo ella sin apenas detenerse, forzando una sonrisa -. Estoy empapada y necesito cambiarme ya mismo. Buenas noches, Alejandro.
-Buenas noches tenga usted, señorita -respondió el anciano, sin moverse del lugar y observando como se alejaba hacia el ascensor. "Maldito viejo verde", pensó ella, consciente de que sus ojos le recorrían el cuerpo de arriba abajo. Empapada como estaba seguía siendo un plato apetitoso para cualquier hombre. Ese pensamiento le hizo recordar que también odiaba a los hombres.
Le sacó la lengua al anciano, que ya avanzaba por el pasillo hacia su propio apartamento, y se metió en el ascensor, asqueada.
Marcó el botón luminoso con un cinco rosado en su centro, y esperó mientras se cerraban las puertas y el ascensor iniciaba el ascenso. Es increible la de cosas que se te pueden pasar por la cabeza en un viaje en ascensor, pensó Carmen, rememorando aquel asqueroso día que estaba deseosa de dejar atrás en cuanto cruzara el umbral de su hogar.

El día había empezado mal, o mejor, terriblemente mal. Había despertado en el ático de Sergio, un colega del trabajo. Un colega del trabajo que salía con una amiga suya. ¡Un colega del trabajo que salía con una amiga suya y que ni tan siquiera le gustaba! Pero lo peor no era eso. Lo peor era que no sabía qué demonios hacía allí. No lograba recordar nada de la noche anterior, y Sergio no estaba en casa para explicarle nada. Una cosa sí sabía: había despertado en la cama de él, totalmente desnuda, y su ropa la había encontrado desparramada por la moqueta de color beige.
Se vistió, recogió sus cosas a toda velocidad y se dirigió hacia el trabajo. ¡Llegaba tarde!
Sergio no estaba en su puesto, y los compañeros le dijeron que no había aparecido esa mañana. Intentó disimular como pudo sus nervios, pues había esperado que todo se aclararía en cuánto llegara a la oficina y pudiera hablar con él. Pero no fue así. Se puso a trabajar aunque le fue imposible concentrarse.
Una hora después, el Señor Menéndez, comúnmente conocido como "El Jefe", la llamó a su despacho. Allí le preguntó el porqué de su retraso y ella le dió una de las excusas de su ámplio repertorio. Después soportó uno de los discursos habituales sobre responsabilidad y trabajo en equipo. Algo realmente insoportable. Carmen se disculpó, aseguró que no volvería a pasar, y un minuto después pudo volver a su mesa. ¡Cómo odiaba a aquél tipo!
Al mediodía, mientras todos comían, ella aprovechó para intentar contactar con Sergio. No había vuelto a su apartamento y al parecer tenía el móbil apagado. Dejó un mensaje en el contestador de voz de su casa y otro en el del móbil. Siguió llamando sin resultado hasta que llegó la hora de volver al trabajo. Volvió a entrar en el edificio de oficinas y se dirigió a su puesto con un nudo en el estómago (que por lo demás estaba vacío).
Tenía trabajo acumulado, y hoy debía ponerse al día o al siguiente volvería a visitar el despacho de "El Jefe", pero no pudo concentrarse. Los nervios se la comían. Decidió tomarse un par de calmantes de los que le habían recetado la semana anterior para combatir el estrés, pero fue como si se hubiera tragado una granada y ésta hubiera estallado dentro. Sin nada en el estómago, el efecto de los calmantes sumado a su estado de nerviosismo fue fulminante.
Despertó poco rato después en la cama de un hospital, donde un joven médico le indicó que no había sucedido nada grave, pero que sus compañeros de trabajo se habían alarmado al verla desmayarse y habían llamado a una ambuláncia. Le dio el alta después de hacerle prometer que lo primero que haría sería comer algo.
Cuando salió a la calle en compañía de Sara, una de sus compañeras de la oficina que se había quedado a esperarla, el cielo estaba ya cubierto de nubes grises que no presagiaban nada bueno. Pero, pensó irónicamente, tampoco nada peor de lo que ya ha sucedido.
No tenía ni idea de cuánto se equivocaba.
Después de tomar un café con leche y una pasta en un bar que les venía de camino, volvieron a la oficina. Después de asegurarles a todos que se encontraba mejor y de agradecerles su interés y su ayuda, volvió a su puesto. Se concentró en lo que tenía delante y consiguió rematar algo la faena atrasada, que amenazaba con hacer desaparecer su escritorio si no le ponía pronto remedio. Cuando se dió cuenta era la hora de volver a casa, pero decidió quedarse una hora más y pronto se quedó sola en la planta. O eso creyó.
-Hola Carmen, ¿haciendo horas extras para que "El Jefe" esté contento? -la sobresaltó una voz grave detrás suyo. Supo que era Sandro antes de volverse, aquel imbécil tenía una voz tan inconfundible como repelente -¿Te he asustado? No era mi intención -continuó con una sonrisa nada agradable, mientras ella le fulminaba con la mirada.
-Pues sí, me has dado un susto de muerte. Creía que estaba sola.
Él la miró con sus ojos de pez, y sacó la punta de la lengua de forma lasciva. Ella se levantó e hizo el intento de empezar a recoger. Sandro la cogió por la muñeca con un movimiento increíblemente rápido, y la obligó a mirarle a los ojos.
-Hace mucho tiempo que sueño con ésto, Carmen. Tu y yo solos en la oficina...
-Suéltame Sandro -advirtió ella, furiosa -. Es tu sueño, no el mío.
Él sonrió aún más, e intentó cogerle la otra muñeca con su mano libre. El intento fue en vano, y terminó en el momento en que Carmen alzó con fuerza una rodilla, que dió de lleno en las partes pudendas de su compañero de trabajo, que la soltó al instante para empezar a retorcerse lentamente y acabar en posición fetal en el suelo.
Carmen apagó el ordenador, se puso rápidamente la chaqueta de piel, se enrolló la bufanda al cuello y cogiendo el paraguas se alejó por el pasillo que conducía a la salida. Cuando llegó a la puerta se volvió. Sandro, que intentaba levantarse con bastante dificultad, la miraba con odio e intentaba decir algo, aunque solo sonidos ininteligibles brotaban de su boca.
-¡Que te jodan, anormal! -le gritó ella, haciéndole un gesto obsceno -. No están hechas las margaritas para los cerdos como tú -remató, y salió a la calle dando un portazo.
Cuando llegó a la calle chispeaba, y a mitad de camino hasta la parada de autobús se vió obligada a abrir el paraguas. El odio hacia la lluvia era algo irracional, pero ahí estaba, y se volvía a manifestar cada vez que las nubes se vaciaban sobre la ciudad, como si fueran las nuevas amantes de su ex burlándose de ella.
El autobús no se hizo esperar. Subió, marcó el billete y se dirigió a la parte trasera. Tenía 35 minutos de viaje siempre y cuando no se encontraran con un atasco, que podía alargar el trayecto otros 10 minutos, pero no mucho más. Se sentó atrás de todo junto a una ventanilla, dejándose caer como un muñeco desmadejado. Estaba agotada.
Despertó justo cuando se abrieron las puertas frente a su parada.
Se dió cuenta de donde estaba, saltó de su asiento y corrió hacia las puertas como en un sueño. Los que se habían apeado allí ya estaban algo alejados del autobús, y caminaban por la calle bajo sus paraguas. Las puertas se cerraron detrás de ella y el autobús arrancó. Entonces, bajo la lluvia, se despejó del todo y se acordó de su paraguas, que ahora viajaba hacia el centro de la ciudad.
Llovía a cántaros.

El ascensor llegó a su destino con un melódico "ding" y las puertas se hicieron a un lado con un leve susurro. Carmen salió al largo pasillo y se dirigió con paso decidido hacia la puerta de su amado apartamento. ¡Al fin! La protección del hogar y una buena ducha de agua caliente mientras escuchaba lo último de Jack Johnson.
Metió la llave en la cerradura y su bolso comenzó a vibrar, al tiempo que una musiquilla salía de su interior. Dejó las llaves colgando en la cerradura y empezó un duro combate con el odioso bolso de 300 euros. Ganó por puntos y consiguió hacerse con el móbil.
Reconoció la voz de Sergio entrecortada, como si se encontrara en un lugar con poca cobertura, posiblemente el metro. ¡Al fin podría aclarar lo de la noche anterior!
-¿Sergio? ¿Donde estás? ¡Apenas entiendo nada!
Sergio hablaba sin cesar, pero resultaba totalmente ininteligible.
-¡No te entiendo, Sergio! ¡Muévete a otro sitio! -gritó Carmen, de los nervios. De repente pareció que la cobertura mejoró. Sergio, con un tono que le pareció entre asustado y preocupado, dijo:
-...Carmen? ¿Me oyes ahora? No vayas a tu apartamento... -la cobertura volvió a fallar y el sonido entrecortado de la voz de Sergio continuó al mismo tiempo que algo llamó la atención de Carmen. Se volvió hacia la puerta de su apartamento y observó sorprendida como ésta se abría y de ella salía el hombre más bello que jamás había visto.
-Apaga el móbil -le dijo sin levantar la voz el hombre, que la apuntaba con una enorme pistola.
Carmen dejó caer el móbil al suelo, y perdió el conocimiento por segunda vez aquel día. Entre tinieblas, antes de que todo se apagara por completo, tuvo tiempo de llegar a una conclusión: empezaba a odiar desmayarse.
 
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