martes, 23 de enero de 2007

4. El Despertar

Habían pasado tres horas desde que aquél Adán musculoso la había atado, amordazado y había salido de la habitación, dejándola tumbada de lado en la cama con los brazos a la espalda y las muñecas unidas con cinta aislante. Las piernas habían sido atadas juntas con una cuerda a la parte superior de la pata de la cama. El rumor de la televisión del comedor fue toda la compañía con que había contado desde entonces.
Habiendo recobrado la calma después de un buen rato debatiéndose inútilmente y de otro llorando de impotencia, Carmen, respirando profundamente, se sumergió en su yo interior durante unos minutos para emerger luego en su forma más calculadora y fría, y comenzó a repasar mentalmente la situación en la que se encontraba. Tenía claro que no conocía a su secuestrador ni le sonaba de ninguna discoteca de moda de las que frecuentaba. "Un hombre así no se olvida", pensó antes de jugar frívolamente durante unos segundos con su imaginación sobre un encuentro más "amigable". Apartó esas ideas, que en aquél momento no aportaban nada, y volvió a centrarse en las posibilidades que la habían llevado a encontrarse en aquella situación. ¿Un secuestro? Lo descartó al instante. Sus padres no tenían dinero, y ningún otro familiar poseía un capital suficiente por el que valiera la pena el esfuerzo. Entonces... ¡Sergio!, pensó de repente. Sergio y la noche anterior. ¡Algo había sucedido, claro! Por eso la había llamado advirtiéndola del peligro... ¿Pero porqué no recordaba nada? ¿La habían drogado? Por más que se esforzara, ninguna referencia al tiempo perdido parecía querer iluminar las tinieblas de su subconsciente. Hechó un vistazo a su alrededor. La habitación, con excepción de la cama donde se encontraba, permanecía tal como la había dejado el día anterior. Descartó el robo como móvil y volvió a Sergio. La clave tenía que estar en él y en la noche que no podía recordar.
El rumor de la televisión procedente del pasillo descendió hasta desaparecer y fue sustituido por un zumbido. Parecía un móbil. El zumbido se esfumó y la voz de su secuestrador le llegó apagada, susurrando. Carmen se concentró en escuchar la corta conversación que siguió, pero no logró entender nada.
Unos segundos después, unos pasos precedidos por una sombra avanzaron por el pasillo hacia ella, y pronto pudo contemplar de nuevo al hombre, que se apoyó con un brazo en el marco de la puerta de la habitación y la miró con cara de circunstancias, como si él no tuviera nada que ver con todo aquello. Iba vestido con una camisa azul claro de manga corta, unos tejanos muy ajustados y sugerentes, y unas botas de piel oscura que parecían de motorista. El cabello castaño y liso, que le llegaba hasta los hombros, se balanceaba levemente con cada movimiento, y los ojos claros la taladraban desde su rostro curtido y oscuro. "Moreno natural, nada de uva" se dijo Carmen para sí, maravillada y a la vez muriéndose de envidia.
El hombre sonrió, y un hoyuelo adorable apareció en su mejilla derecha, destacando entre la barba de tres días que le oscurecía la mitad del rostro. Ella le sonrió a su vez, sin pensar en la mordaza que le cubría los labios. Sin embargo, casi inmediatamente, se dió cuenta de que aquella era una sonrisa piadosa, como de disculpa. La sonrisa de Carmen se congeló al ver como él sacaba la enorme pistola de la espalda caminando lentamente hacia ella.
-Lo siento preciosa pero sigo órdenes. No es nada personal -dijo él en voz baja, y en sus ojos leyó que de veras lo sentía. Llegó a la cama y se sentó en el borde, junto a ella. Miró la pistola y luego volvió a mirar a Carmen. Las lágrimas se derramaban por su rostro y caían sobre las sábanas de seda que se había traído de Nueva York el verano pasado. Le habían costado 485 dólares, y ahora las estaba estropeando a base de lágrimas saladas mezcladas con rimel color perla negra.
Intentó suplicar a través de la mordaza, pero nada coherente llegó a la superficie. El secuestrador convertido en verdugo apuntó el arma a la cabeza de Carmen, sus miradas se cruzaron, y la habitación se iluminó con una llamarada y el infierno prendió con una explosión en aquel apartamento de diseño de 75 metros cuadrados.

***

Alma maldijo a todos los Dioses de la Muerte de su país, a Mictlantecuhtli y a Mictlancíhuatl, y a Tlaltecuthli, el Dios de la Tierra, por hacer que perdiera a sus compañeros. Al mismo tiempo pensó en lo extraño de recordar aquellos nombres tantos años después de haberlos estudiado en la escuela pública de Mazatlán de Nuestra Señora del Rosario. Quizás aquella loca carrera a través de la selva colombiana le recordaba a las lecturas sobre aquellos hombres condenados avanzando en contra de su voluntad hacia el Mictlán, el noveno y más profundo de los inframundos.
La noche había caído finalmente, y hacía ya un buen rato que había perdido de vista a Roberto. Se detenía de vez en cuando, intentando escuchar sus pasos o algún grito de aviso, o cualquier maldita cosa que la llevara hasta ellos, pero sin suerte. Estaba aterrada y ni siquiera empuñar su revólver la tranquilizaba ya. Algo terrible sucedía en aquél lugar, y no quería descubrir qué era. Solo quería encontrar la carretera y volver a la civilización.
Se detuvo de nuevo, respirando con dificultad, y se agachó entre unos arbustos. Dos minutos después, su respiración había vuelto a un ritmo más regular y el ensordecedor latido del corazón dejó de machacarle las sienes. La envolvió el zumbido de los insectos y el habla de los pájaros y animales que habitaban la espesura.
Algo más calmada, decidió pasar la noche allí. El lugar era tan bueno o tan malo como cualquier otro en aquella jungla, pero seguir buscando a sus compañeros en la oscuridad era una locura imposible. Era como buscar una aguja en un pajar cubierto de brea. Sacó el saco de dormir de la mochila y se roció entera con repelente de insectos antes de meterse dentro. Antes de colocar la mochila debajo de su cabeza, a modo de cojín, sacó un par de barras energéticas de chocolate con frutos secos y maíz y los devoró con avidez.
Se acomodó lo mejor que pudo y se durmió a los pocos minutos. La carrera la había dejado extenuada.
El día siguiente llegó demasiado pronto. El sonido de un disparo tronó no muy lejos de donde había pasado la noche y la despertó con un sobresalto. Otro disparo la sacó por completo del mundo de los sueños. La luz del alba, tenue y temblorosa, casi tímida bajo las hojas y ramas de los grandes árboles, iluminaba la vegetación a su alrededor y destellaba al colisionar con el rocío que la cubría. Alma se levantó unos segundos después, ya totalmente despejaba y consciente de lo que había oído. Hizo la mochila en un santiamén y corrió hacia donde le parecía que habían sonado los disparos. Su mente calculaba que el lugar estaría a unos 600 o 700 metros.
Cuando hubo recorrido aproximadamente dos terceras partes de la distancia aminoró el paso y pronto siguió avanzando sigilosamente. No estaba segura de que se tratara de Roberto y Nícolas. Y Pedro no podía haber sido porque lo habían encontrado muerto 400 metros después de que comenzara a correr llevado por el pánico la tarde anterior. Recordar aquello y lo acontecido después la angustiaba. Desenfundó el revólver y siguió adelante, con más cautela si cabe.

La tarde anterior, cuando Alma llegó donde sus compañeros se habían detenido, Nícolas estaba inspeccionando el cuerpo destrozado de Pedro, y Roberto vomitaba a unos metros. Afortunadamente para ella no le dió tiempo de fijarse demasiado en el cadáver sanguinolento antes de que Nícolas, con el rostro congestionado y rojo de furia, se levantara y como un muelle saltara hacia el otro lado del claro, gritando algo sobre una sombra asesina. Roberto se había limpiado con la manga de la camisa y se apresuró a seguir a su amigo. Alma, que al verlos en el claro había creído que se había terminado la carrera, reanudó la marcha dejando atrás lo que quedaba del cuerpo de su guía sin dedicarle ni una mirada. Después de aquello la habían dejado atrás y no los había vuelto a ver.

Hasta ese momento. Primero reconoció a Nícolas. Se hallaba tumbado de espaldas entre la hierba. El suelo a su alrededor estaba teñido de rojo oscuro y su cuerpo presentaba profundos cortes en paralelo en la espalda. No respiraba. Pasó junto al cuerpo sin detenerse y apartando unas cañas llegó junto a Roberto.
Estaba también en el suelo, apoyado en una piedra, y temblaba de forma descontrolada. Las lágrimas le corrían por las mejillas y murmuraba algo que Alma no consiguió entender. Profundos surcos le cruzaban el torso, de los que brotaba la sangre y otros líquidos y colgaban las vísceras. En la mano derecha aún sujetaba el rifle con el que la había despertado. Entonces sus ojos se clavaron en ella, y dejó de murmurar. Una súplica se reflejó en ellos. Alma captó lo que le pedía al instante, y sin poder contener las lágrimas avanzó hacia él y se sentó a su lado. Le cogió la cabeza con suavidad y le acarició durante unos segundos. Le miró a los ojos, aquellos ojos azules, profundos como un abismo oceánico, y él le devolvió la mirada y trató de sonreir. Entonces un sonido, como un siseo, sonó a sus espaldas, y los ojos de Roberto se abrieron, casi a punto de salirse de sus órbitas, mirando algo por encima del hombre de Alma.
Ella se volvió a tiempo de ver como una enorme sombra se avalanzaba sobre ellos.

***

Un puño impactó contra el rostro de Erika al mismo tiempo que un pie enfundado en una bota chocaba contra un costado, rompiéndole un par de costillas con un crujido sordo. Las dos sombras siguieron machacándola hasta que perdió el conocimiento.
Cuando despertó, el sol se alzaba sobre la meseta a punto de alcanzar su cénit. Notó el calor de sus rayos sobre su piel desnuda antes de abrir el ojo izquierdo. El ojo derecho lo notó pegajoso, palpitante y le dolía como mil demonios. No lo pudo abrir. Pero el ojo no era lo único que le dolía. Le habían dado una buena paliza esos cabrones, y lo que le extrañaba era seguir aún con vida.
Alzando la cabeza entendió porque la habían dejado con vida. Estaba atada a unas estacas sobre la meseta, totalmente desnuda y tendida sobre la piedra. La habían dejado para que se asara al sol y luego sirviera de pasto a las alimañas.
Observó a su alrededor todo lo que dió de sí el cuello, buscando algo -no sabía el qué- que la ayudara a salir de allí. No hubo suerte. Entonces volvió a levantar la cabeza y se miró. Tenía el cuerpo cubierto de moratones y cortes ensangrentados. Se habían ensañado bien.
El sol llevaba unas horas recorriendo el cielo, abrasándole la piel a fuego lento. Le dolía la cabeza y se sentía febril. A pesar de ello, rió para sí amargamente al recordar el entierro de su padre. No era justo. Era una broma del Destino, sin duda. Ahora que al fin era realmente libre, ahora que la sombra que siempre había planeado sobre ella gobernando su vida había partido hacia pastos más verdes...

2 comentarios:

Babilonios dijo...

Ya he leído los primeros 4 capítulos...

Me gusta mucho. Si esto sigue así tendrás que poner fechas de entrega para los capítulos posteriores.

Saludos!!

Anónimo dijo...

Me gusta...y mucho!a la espera de mas capitulos!!!

 
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